Hitler antes de Hitler

Los libros del Gran Dictador
Las lecturas que moldearon la vida y la ideología de Adolf Hitler.
Timothy W. Ryback.
Traducción de Marc Jiménez Buzzi.
Editorial Destino, 2010.
380 páginas
19,50 euros

Cuando Hitler se hizo, o lo hicieron, el racismo, el antisemitismo, el anticomunismo y la teoría de la predestinación germana para dominar Europa ya estaban ahí. Hitler solo tuvo que alargar la mano para encontrar los fundamentos que le permitían dar salida al odio y la rabia de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial en la que había participado como cabo del 16º Regimiento de Infantería bávaro. De la derrota y del Tratado de Versalles que había relegado al pelotón de los segundones a su Gran Alemania.

Apenas finalizada la guerra, y tras un breve periodo como espía del ejército infiltrado en las organizaciones izquierdistas y nacionalistas bávaras, Hitler conoce a Anton Drexler, un mecánico ferroviario y miembro destacado de El Partido de los Trabajadores de Alemania, quien había escrito un libro sobre su conversión al nacionalismo, Mi despertar político: diario de un trabajador socialista alemán, en el que básicamente culpaba a los judíos de todos los problemas de Alemania. “Este librillo me interesó enseguida y lo leí de un tirón”, escribiría el posterior líder nazi.

A continuación, Hitler se integra en ese partido y conoce a Dietrich Eckart, el hombre que manejaba la organización y que andaba buscando un caudillo que presentar a la sociedad. Antisemita hasta la médula, Eckart era un escritor ampliamente reconocido (su adaptación del Peer Gynt, de Ibsen, había sido un gran éxito) y un hombre adinerado, con contactos e influencias. Además, publicaba el semanario En buen Alemán y era propietario de una editorial especializada en literatura antisemita. Inmediatamente se convirtió en el mentor de Hitler. Tras la muerte de Eckart, en 1923, su editorial publica El bolchevismo desde Moisés hasta Lenin. Un diálogo entre Adolf Hitler y yo. Se trata de un libro de conversaciones que el factótum había estado escribiendo hasta que la muerte le sorprendió. Hitler le dedicó el Mein Kampf y lo calificó de “estrella polar” del movimiento nazi.

Según el estudio de Ryback, por las páginas del Mein Kampf, escrito en 1924, se cuelan las enseñanzas de Los fundamentos del siglo XIX, de Houston Stewart Chamberlain y de El judío internacional. El primer problema del mundo, de Henry Ford, ambos cargados de antisemitismo. Los fundamentos, una defensa del pangermanismo en clave racial escrito a principios del siglo XX, fue alabado tanto por The Times (“uno de los pocos libros que tienen cierta importancia”) como por el expresidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt. Nada marginal como puede verse.

Hitler sentía una gran admiración por Ford, cuyo retrato colgaba en solitario en su oficina de Viena. Traducido al alemán en 1922, El judío internacional no era la única contribución de Ford al mito de la supuesta dominación del mundo por los judíos, un lugar común archirrepetido en la cultura cristiana. La pasión antijudía le había llevado a fundar el Dearborn Independent, donde, entre 1920 y 1922, publicó 92 artículos sobre Los protocolos de los sabios de Sión, la prueba que demostraba de forma irrefutable el programa de dominación mundial por parte de los judíos.

Los protocolos eran, en realidad, una falsificación realizada por la policía secreta zarista a principios de siglo como señuelo con el que provocar pogromos en los que la población volcase su malestar contra los judíos. En Los diez días que conmovieron el mundo, se puede leer cómo los bolcheviques llaman reiteradamente a evitar este tipo de acción. Parece ser que la idea y parte de la base de esta infamia está inspirada en La isla de los Monopantos, un escrito visceralmente antijudío de nuestro Francisco de Quevedo.

La tercera gran influencia que se encuentra en Mein Kampf es la Tipología racial del pueblo alemán, de Hans F.K. Günther. Con este libro pasamos de la justificación del odio antijudío a poner las bases de la superioridad racial. Tanto El Judío internacional como la Tipología aparecían en el reverso del carné nazi como lecturas recomendadas. A finales del siglo XIX y principios del XX, la superioridad de la raza blanca era algo que se daba por hecho, un dogma muy conveniente para justificar el derecho de los países europeos a colonizar al resto del mundo.

Por si lo anterior era escaso, en 1925 se tradujo al alemán La muerte de la gran raza, del estadounidense Madison Grant. Este libro defendía que los Estados Unidos eran una extensión de Europa ya que los colonizadores “no sólo eran nórdicos puros, sino también teutónicos puros, y en su gran mayoría eran anglosajones en el sentido más propio del término”. Grant defendía que los padres de la constitución estadounidense, al escribir que “los hombres habían sido creados iguales”, sólo se referían a los nórdicos anglosajones, como demostraba el hecho de que poseyesen esclavos y no considerasen humanos a los indios. Desgraciadamente, en este punto no le faltaba razón.

La muerte de la gran raza, con su “índice cefálico” como supuesta forma de medir la jerarquización de las razas, otorgaba respetabilidad científica a las creencias de la superioridad racial. Además, Grant ofrecía un programa sin complejos para resolver la decadencia provocada por la mezcla racial: “El acatamiento a lo que erróneamente se considera leyes divinas y la creencia sentimental en la santidad de la vida humana impiden tanto la eliminación de los niños deficientes como la esterilización de los adultos que no tienen ninguna utilidad para la comunidad”. El interés de Hitler por la eugenesia le llevó a las páginas de otros autores del movimiento eugenista estadounidenses.

El autor de estas lindezas, no era un pobrecito autodidacta medio ilustrado como a veces se presenta a Hitler. Grant era licenciado por la Universidad de Yale y había estudiado derecho en la de Columbia. Por si fuera poco, era el responsable de regular sus cuotas de inmigración extranjera en Estados Unidos. Además, había trabajado en la instauración de leyes eugenistas en Virginia y California. Ningún marginal, como puede verse; y, sin embargo, ninguno lo relacionaríamos con estas palabras: “Las leyes de la naturaleza exigen la eliminación de los no aptos y la vida humana sólo es valiosa cuando ofrece alguna utilidad para la comunidad o para la raza”. Sin sospecharlo, le había escrito el programa de gobierno al mismísimo Hitler.

Paul de Lagarde y sus Ensayos Alemanes fueron otra de las influencias guía. Uno de estos ejemplares tiene más de cien anotaciones de puño y letra de Hitler. En esta obra de finales del XIX, Lagarde propone el “trasplante” de los judíos alemanes y austriacos a Palestina, una opción que Hitler puso en práctica en la década de los treinta hasta que se topó con la oposición británica. Además de preconizar la expulsión de los judíos, Lagarde teorizó la idea del espacio vital y la expansión hacia el este que también adoptarían los nazis.

Afortunadamente, todo esto hoy nos parece ciencia-ficción. Pero en los años veinte, el antisemitismo era, en diferentes grados, parte de la ideología dominante en Alemania y el resto de Europa y Estados Unidos. En Alemania, como chivo expiatorio de la derrota. En el resto, y también en Alemania, porque a los judíos se les acusaba de haber engendrado el bolchevismo. La tradición cristiana había sido su placenta durante siglos. Nuestro adjetivo “judiada” no surgió de la nada. El propio Churchill tiene perlas de lo más elocuentes al respecto durante estos años. El exilio ruso que siguió a la Revolución de Octubre no hizo sino acrecentar la tendencia.

El libro de Ryback desarrolla estas influencias y nos muestra otras muchas como lecturas de los clásicos, libros de hazañas bélicas, de personajes históricos, de filósofos alemanes o de ocultismo por los que Hitler se interesó en determinados momentos. Con gran habilidad, Ryback se las apaña para hacernos un pequeño recorrido biográfico de Hitler a la vez que nos muestra los libros que leyó, los que escribió o los que le regalaron. Una obra ineluduble para no caer en simplificaciones que no ayudan ni a entender ni a combatir el nazismo. Y el discurso de las justificaciones biológicas de la desigualdad sigue vivo; camuflado, pero vivo.

Publicado por Manuel González

Periodista durante varias décadas en las que he trabajado la mayor parte del tiempo como confeccionador.

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